“Duerme, mi niño, duerme, que viene
el coco y se come a los niños que duermen poco”…
Durante muchos años de mi infancia, esta
canción era lo último que yo escuchaba antes de cerrar los ojos y entrar en el
mundo de los sueños.
¡Qué horror! La amenaza de un cocodrilo abriendo sus enormes mandíbulas para tragarme
entero, me obligaba a quedarme acurrucado
en la cama, taparme hasta las orejas y quedarme dormido de puro miedo.
¿De cuál manual de psicología había
sacado mi madre esa técnica para hacerme dormir? No lo sé, pero lo cierto es
que las escenas de terror eran lo único que me tranquilizaba y me introducía en
otro mundo repleto de animales que me protegían para no sucumbir en las garras
feroces. El cocodrilo ya no podía tragarme, porque yo ya estaba durmiendo. De
vez en cuando abría un ojo para ver si ese tal bicho estaba a mi lado con sus
mandíbulas amenazadoras bien abiertas.
Mi madre podía ya salir de mi
habitación tranquila, pues yo ya estaba en lo más profundo de los sueños.
Con mis hijos, intenté seguir esa
misma técnica, pero los resultados no fueron los mismos. Fui cambiando de
animales. Ahora era la escena de un perro que mordía el culito de mi hijo o la
de un pájaro que picoteaba su cabecita. “No, no, papi, cuéntame algo que me ayude a dormir. Con estas historias
tétricas voy a quedarme despierto hasta mañana”.
¿Será que los tiempos han cambiado y
ahora se viven las historias de terror durante el día, con películas que se
presentan en la televisión con luchas de monstruos que matan con rayos laser o con
la destrucción de castillos que desaparecen bajo las pisoteadas enormes de un
dinosauro?
Ya no tiene sentido contar esas
historias de terror para que mi hijo se duerma.
Así es que después empecé a contar
otras historias en las que, en vez de un
cocodrilo, aparecía un simple Mikey Mouse
enamorando a su novia Minie o al tío Rico nadando en un mar de monedas…
Ahora las cosas han cambiado. De día
se vive con fantasmas y de noche, nada mejor que una buena historia de TBO…