En un rincón de mi despacho hay una
papelera que casi siempre está al tope
de papeles arrugados o rasgados.
Representa el símbolo de un pasado
que no quiero ni recordar: boleto de la lotería que no dio en nada; pañuelo de
papel con el que intenté secar mi mesa sobre la que derramé la tacita de café;
páginas arrancadas del cuaderno de apuntes donde constaban números de teléfonos
que ya no voy a necesitar; lista de las compras que hice la semana pasada…
Cuando está ya a no caber nada más,
meto todo en un saco de plástico y…!a la basura!, donde se mezclará con tantas
otras cosas destinadas a desaparecer con el tiempo.
No quiero guardar recuerdos de un
pasado que nada representaron en mi vida, a no ser deseos irrealizables o comprobantes de bienes
que ya no existen.
No puedo imaginar mi vida sin una papelera. Cuando
está vacía, siento como un desafío. ¿Por qué no echo a la basura comprobantes
de consumo de energía eléctrica de años pasados? ¿Para qué debo guardar
tarjetas de Navidad recibidas hace ya tanto tiempo?.
Y la papelera va llenándose de nuevo…
no sólo de papeles inútiles, como también de bolígrafos sin tinta, cajas de zapatos
vacías, bolsas de compras sin uso,
Hay que renovar la vida
continuamente. Lo que no hemos usado durante más de un año, no hay por qué
guardarlo. Si ese fuera nuestro comportamiento, no habría necesidad de tantos
armarios que reducen los espacios libres de la casa. Por algo será que los
indios viven en cabañas sin divisiones, donde apenas necesitan un pequeño
espacio para tender sus hamacas.
En todo esto estaba yo pensando
mientras rasgaba papeles que iban abultando la carpeta de documentos.
Por la calle pasa un papelero
recogiendo revistas, periódicos usados, y cajas vacías. Menos mal que alguien
consigue vivir con lo que yo echo a la basura.
No hay mal que por bien no venga.
¡Bendita sea la papelera donde echamos tanta cosa inútil!
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