Las
calles aparecen cubiertas de hojas secas
que forman una alfombra dorada.
En el campo, los árboles están
“desnudos”, rodeados de un mar de hojas que perdieron su verdor de un verano
que ya se fue. Ahora forman parte de un suelo árido que las reseca sin piedad, cambiando
su primitivo color de vida por un marrón de tonalidades distintas que transmiten
sentimientos de fin de ciclo, de fin de una vida, otrora llena de vitalidad. Es
otoño.
Estamos en el ocaso de una variada
vida de luz diáfana, de flores coloridas, de sol ardiente, de melodías
inauditas de pájaros… Toda esa belleza ha desaparecido, cediendo el lugar para
un paisaje de pinceladas oscuras.
No sería mejor vivir un eterno
verano? Una primavera sin fin? Un invierno de frío y nieve?
Sin embargo, el destino me ha puesto
en un país donde puedo tener esas sensaciones de frío, calor y temperatura
cálida durante el transcurso de unos pocos meses.
Esa vivencia me recuerda una vida de
continua renovación. Un invierno constante volvería mi vida sin color; una
eterna primavera, en una comodidad continua; un verano perenne, en un desierto sin oasis.
Recuerdo que, durante mi infancia,
iba a camino del colegio, caminando por una calle repleta de hojas secas. Iba
jugueteando con mi primo Leandro dando patadas a los montones de hojas que
revoloteaban en el aire, cayendo encima de nuestras cabezas. Vivía yo esa
felicidad en pleno otoño, que para mí nada tenía de triste.
Es la imagen que yo tenía de esa época del año.
Ahora, al contemplar las hojas secas, sin vida, me entran deseos de caminar
entre ellas lanzándolas a lo alto para que recuperen su vida de un verdor que
tanta sombra nos proporcionó durante un verano ardiente.
Sin embargo, las hojas secas
continuarán siendo un símbolo de un otoño que promete ceder su lugar para un
invierno de nieve que, con su blancura, cubrirá cualquier vestigio de aquellas
hojas sin vida.
Nenhum comentário:
Postar um comentário