Tengo cita con el dentista a las 10
de la mañana. Falta todavía quince minutos. ¿Qué hago mientras no llega la
hora?
Quedé de encontrarme con mi amigo en
el bar de la esquina de casa a las tres de la tarde. Llegué con media hora de
antecedencia. ¿Qué hago?
Acudo a la reunión de la escuela de
mis hijos. La sala está vacía. Escojo un lugar
adecuado y… ¡a esperar!
Hoy vamos a comer en casa de mi hijo
que pasará a buscarnos al mediodía. Estoy ya listo. Cierro las ventanas y la
puerta de casa. Me llama por teléfono avisándome que ya está a camino. ¿Lo
espero sentado en la sala, leyendo el periódico o haciendo un crucigrama?
Así van transcurriendo las horas del
día vividas, en gran parte del tiempo, en un compás de espera…
Lo peor es que cada compromiso
requiere su tiempo especial de espera y no hay cómo juntar todos para realizar
una única actividad. Se trata de momentos breves que no llegan a durar ni una
hora, considerados aisladamente.
Hay que esperar varios meses para que
lleguen las Navidades; el próximo domingo va a haber el grande partido del Real
contra el Barça; el mes que viene llegará mi hija para visitarnos; el viernes próximo será el cumpleaños de mi
esposa…
En realidad, vivimos en función del
futuro, pues el presente dura muy poco, limitado apenas por una vuelta completa
del reloj.
Se vive en función del “mañana”, que
nos promete realizaciones que apenas
eran un sueño.
El
presente nos proporciona una cascada abundante de sentimientos que se
mezclan rápidamente, unos desapareciendo inmediatamente y otros permaneciendo a
la espera del futuro.
El tiempo de espera representa el
vestíbulo de un futuro promisor que llegará en nuestra vida, permaneciendo para
siempre.
Por eso, son tan importantes esos momentos que vivimos a la
espera de algo.