Hace
ya muchos años que yo esperaba la llegada de los Reyes Magos, bien escondido
debajo de las mantas e intentando escuchar
las pisadas de los camellos por el pasillo de casa.
En esa espera, me quedaba dormido
hasta que, al día siguiente, descubría aquellos regalos que los Reyes me habían
dejado en el salón. Rasgué nerviosamente los lindos papeles hasta descubrir los
juguetes tan esperados: el coche de bomberos, los soldaditos de plomo, el
mecano…
Esos recuerdos han quedado guardados
en lo más profundo de mi ser, con un ansia de no despertar nunca de ese mundo
de fantasía.
En un intento desesperado de no
perder esa maravillosa “realidad” vivida en mi infancia, he intentado después
volver a vivir esas sensaciones, pero a través de mis hijos.
Volvió todo de nuevo y también ellos
se quedaban observando las estrellas, con la esperanza de ver aparecer a los
Reyes Magos, precedidos de la estrella de Belén. Y de nuevo los regalos, el
carbón de azúcar, los caramelos…
Me veo ahora leyendo la carta que
también yo he escrito y que disimuladamente la he juntado a las de mis hijos:
“Hace ya muchos años que Vuestras
Majestades entraron silenciosamente en la casa de mis padres y me dejaron un
lindo caballo de cartón, en el que yo cabalgaba galopando por unas lindas praderas”.
“Todo ese mundo encantado ha ido
desapareciendo, y ahora vuelvo a escribiros para pediros que me incluyáis en
vuestro mundo y que pueda también yo
creer que todavía hay amor e inocencia y consiga olvidarme de las tristes
realidades de un mundo, tan distinto del vuestro y, por favor, dejadme también
para mí un cachito de carbón dulce”.