La playa siempre ha ejercido sobre mí
un atractivo especial. Cuando en la escuela se me ofrecía el poder escoger
entre pasar las vacaciones en la montaña o en la playa, yo siempre escogía la
segunda opción.
Recuerdo con mucho cariño la playa
“dels Capellans” en Tarragona, España. Fue allí donde yo aprendí a nadar a los
once años de edad. Sensación de libertad, de pleno dominio sobre el agua y de
sorpresa ante la agresividad de las olas que me arrastraban ferozmente hacia la
orilla.
El contacto con la arena fue otra de
las sensaciones indelebles, al poder modelar con mis propias manos castillos de
caprichosas torres o muñecos que se derretían al contacto con el agua que
inundaba inesperadamente mis “construcciones”…
Poco a poco fui adquiriendo intimidad
con ese medio y ya me aventuraba a zambullirme de cabeza desde una roca próxima
a la orilla.
De regreso a casa, con el pelo
todavía mojado, íbamos cantando alegremente caminando sobre los raíles del tren,
del que “huíamos” cuando allá a lo lejos sonaba su pitido “uh, uh, uh”…
Pasaron los años; ahora estaba de
nuevo en la playa, con mis cuatro hijos,
y mientras ellos repetían la construcción de otros castillos, parecidos con los
míos de antaño, yo, tendido sobre la toalla bajo la sombra de una enorme
sombrilla, comentaba con mi esposa la felicidad de poder ofrecer a nuestros
hijos la posibilidad de juguetear con las olas que, con sus embestidas
inesperadas, les hacían reír a carcajadas.
Siento nostalgia de esos momentos. Ya
no escucho más las alegres sonrisas que acompañaban el vaivén de las olas.
Ahora hemos cedido la vez a nuestros hijos que disfrutan de la misma felicidad
que otrora yo sentí en la pequeña playa de mi infancia.
Esas vivencias calan profundamente en
mi alma. Creo que vale la pena revivir recuerdos, antes de que desaparezcan
como las olas que mueren al llegar a la
orilla.